El Mesón de San Antonio
Felicidad por el Día del Niño
Deberíamos revindicar la calle como patrimonio de la infancia. Debemos priorizar los derechos del niño: participación, supervivencia, juego, no discriminación. Eso ayudará a que el futuro sea siempre esperanzador.
Felicitaciones a Arturo Berrueto por sus 91 años
En mi época, ser niño era cuestión de retos: jugábamos a inventar e inventábamos los juguetes. Hoy, ser niño es tener habilidades para manejar un artilugio que repite un juego hasta la saciedad. En nuestra época era una fiesta ser niño. La existencia del niño hoy se está volviendo más repetitiva.
Nosotros, los niños de antes -a veces muy antes, como mi caso- tenemos cicatrices de esa niñez: un dedo chueco, la frente marcada, una rodilla que rechina, el sentimiento de miedo a la oscuridad; aunque sin duda, también recuerdos felices y desafiantes, como cuando bajábamos a todo vuelo la pendiente con un carrito que habíamos construido con nuestro propio ingenio y capacidad, y hasta dejábamos la piel en ese impulso.
Nuestros juegos tenían vestimenta que hacíamos nosotros mismos, con trapos viejos y tizne de a de veras, hacíamos muecas y desfiguros con cáscaras de naranja en la boca, imitábamos voces de profesores que nos caían mal y sonidos de pájaros y otros animales. Antes los peligros eran la viruela, la tos ferina, el sarampión, y muchos niños morían a corta edad, quizá por eso las mamás engendraban muchos hijos y, los que no morían, se conservaban firmes para descubrir el mundo. Por fortuna, en ese entonces el niño era tratado como niño, y éramos privilegiados pues sembraba el deseo de buscar el futuro. A eso le llamaban ingenio.
Teníamos más amigos, amigos cercanos, y éramos más sociables: siempre buscábamos la cara del otro para saber las respuestas que no teníamos.
En la familia había jerarquía de afectos: primero los hermanos, luego los primos y en seguida los amigos del barrio, aunados a los conocidos en la escuela. En ocasiones el orden cambiaba al grado de que a veces queríamos más a los amigos que a los primos, sobre todo a los que vivían lejos.
De pequeños jugábamos a los encantados, al bebeleche, a patear un bote, saltábamos la cuerda, corríamos como desaforados y andábamos siempre sudando, hasta que por la noche llegábamos directo a bañar y cenar. Caíamos rendidos por el cansancio.
Hoy, tristemente, por la culpa de nosotros los adultos o la apatía de las nuevas generaciones, es que pretenden descubrir el mundo sin salir de casa, sólo navegando en internet. Claro que es fascinante pero, les hace falta sudor.
En esos tiempos de mi infancia no existía el verbo “aburrir”, mucho menos ponerlo en práctica.
Nuestros derechos eran nuestra capacidad de evadir golpes y regaños, pero sabíamos cuando el peligro era real. A eso nos enseñaron: a no testerear el enjambre.
Había que parar en la calle cuando pasaban señoras y ancianos, cuando aparecía un coche se suspendía todo duelo, y cuando sonaba un vidrio roto la cuadra se quedaba desierta en un parpadeo.
La calle estaba llena de niños, ahora los dueños son los carros: los vehículos invadieron nuestras colonias y nuestras praderas, Ahora que la infancia preocupa tanto, debemos priorizar los derechos del niño: participación, supervivencia, juego, no discriminación. Eso ayudará a que el futuro sea siempre esperanzador.
Conceder con esto un derecho al recuerdo y un memorial a la inocencia, pues el niño debe saber jugar, divertirse, ser feliz.
Mario Benedetti lo describe muy hermosamente en su poema Pasatiempo:
Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía.
luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era un océano
la muerte solamente
una palabra
ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en los cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros.
ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra.